Publicado en Diario Democracia – Opinión de Mirta Petrollini
Cómo se vive y se sobrevive en una familia ensamblada. El esfuerzo de los padres por mantener los lazos unidos más allá de lo que dictan los genes.
Uno pensaría en un rompecabezas humano. La “familia ensamblada” es la convivencia bajo un mismo techo de una pareja, pero también de los hijos de uniones anteriores de uno o de ambos y, en muchos casos, de sus hijos en común. Al igual que otros escenarios familiares atípicos, la familia ensamblada se calibró legalmente tras la Reforma del Código civil. Vigente desde 2016, se desmarcó así de su silenciamiento con nuevas denominaciones, derechos y obligaciones.
Aun así, no deja de ser un espacio vincular heterogéneo que pide balance, y sobre todo, paciencia. “La palabra ensamblar aparece en el siglo XVI, del verbo francés ensemble, y su adverbio significa ‘uno con otro, conjuntamente’”, resume la licenciada en Psicología, Mirta Petrollini, docente y supervisora de la Institución Fernando Ulloa. Y plantea algunos de los interrogantes que trae esta nueva convivencia: ¿cómo sobrellevar los cambios de las distintas casas?, ¿éstos afectan a los niños?, ¿cómo inciden las diferencias de criterio en educación o en el aspecto económico?, ¿tendrán más dificultades que los niños que viven en familias tradicionales?
Sofía Denis (40) es secretaria privada. Cuando conoció a Alejandro, su actual pareja, era correctora en una revista donde él era fotógrafo. Ella tenía a Justo, hoy de 15 años; él a Jerónimo, hoy de 16. Se vieron por primera vez en una reunión y sólo cruzaron miradas, pero no pasó demasiado para que volvieran a verse: Sofía cantaba coros en un recital; él disparaba su cámara para registrar el show. Con la excusa de las fotos, la música, la vida, comenzaron a conocerse. Hoy conviven de forma alternada con sus respectivos hijos, y con Martina, la nena de siete años que tuvieron juntos.
“Nuestra vida familiar es muy dinámica”, dice Sofía.
Cuando eran chicos, Justo y Jerónimo tenían días estipulados con sus otras familias. De grandes, empezaron a organizarse entre ellos para coordinar; aunque Justo pasa más tiempo en la casa porque va a una escuela en Villa Elisa, barrio donde viven. Los conflictos, cuenta esta madre, son los típicos de una familia común con el condimento de que deben lidiar con hijos propios y ajenos. “Lo bueno es que podemos ser más objetivos cuando opinamos y aconsejamos al otro con su propio hijo”, asegura.
La familia ensamblada de Pablo (47), administrativo en un hospital, se compone así: Mateo (14), hijo de su primer matrimonio, Lucio (12), hijo de Gisel (39), su actual mujer, y Máximo, el flamante hijito en común. Hace algunos años, cuando todavía estaban con sus anteriores parejas, Pablo y Gisel coincidieron en un curso y quedaron en contacto. Tiempo después, ambos separados, volvieron a encontrarse y se hicieron amigos, de esos que hablan sin reservas, hasta que sintieron que había más que una amistad.
“Al principio ninguno quería saber nada con una pareja estable. Pero decidimos probar y de a poquito surgió el amor”, cuenta él.
Mateo se mudó con ellos después del nacimiento del bebé; Candela, la otra hija de Pablo (15), vive con la madre. Al bebé lo adoran todos: Mateo le cambia los pañales y lo baña. Si bien la relación de Pablo con su ex no es buena, la de Gisel con el papá de Lucio, un nene especial, sí lo es, y se organizan muy bien para cubrir todas sus necesidades. “Lucio evolucionó muy bien desde que estamos todos juntos”, dice Pablo, “aprende mucho, principalmente de Mateo, con quien se adoran y pelean como hermanos”.
Modelo para armar
Que la familia nuclear está desapareciendo en favor de otras realidades familiares -unipersonal, monoparental, ensamblada- es una verdad global. Aunque siga prevaleciendo, el matrimonio tradicional sólo es una opción y mantenerse por siempre junto al consorte de primeras nupcias parece excepcional. Un estudio de Havas Media compiló datos que revelan la tendencia.
En Japón un tercio de la población adulta vive sola. Los matrimonios con hijos representaban ya en 2005 el 21% de los hogares, contra el 43% de 1980. En Francia, viven solas un 33% de personas frente a un 27% de hogares compuestos por matrimonio e hijos.
El número de concubinatos aumentó en Estados Unidos más de mil por ciento desde 1960, y un 40% de los niños que nacen, son hijos de madres solteras. El caso de Alemania muestra que un 40% de los hogares son unipersonales, y que la edad media al primer matrimonio aumentó de 23 para mujeres y 26 para hombres en 1980, a 30 y 33, respectivamente, en 2010.
Para Federico Lamaison, director de Havas Worldwide, “basta mirar alrededor para ver que en Argentina la tendencia es la misma; las concepciones de familia mutaron mucho desde los Baby Boomers a la Generación X y la Millennial”, dice.
En el 2010 la ciudad de Buenos Aires arrojaba un total de 35.000 casos de familias ensambladas. Cabe suponer que a 2017 la cifra ascendió. Así y todo, que menos personas vivan en hogares tradicionales no disminuye su encanto: según la encuesta, 6 de cada diez personas, a nivel mundial, aseguran que quienes permanecen solteros (sin relaciones a largo plazo ni hijos), se pierden una importante parte de la vida; y un 51% de los encuestados opina que los chicos criados por padres biológicos tienen ventaja sobre los que no.
El aumento de separaciones y divorcios con hijos de por medio hace que el amor pensado como unión de dos personas implique a otros actores. Como suele decirse: “viene con paquetito”.
Si el amor une, el odio separa. Pero nada evita que en esas uniones haya tensiones y resistencias. La tendencia humana natural es rechazar al distinto, y siempre “la otra tribu” representa una diferencia radical a la nuestra; al menos en una primera instancia.
El “ensamble entre familias”, entonces, une dos tribus con historias y universos simbólicos diferentes, con códigos y formas distintas de ver el mundo. Para que se produzca una articulación más o menos armoniosa, hay que aprender a negociar y sacrificar orgullos.
“Renegamos como nunca, al punto de poner en peligro la pareja”, cuenta Pablo, “cuando Mateo se llevó ocho materias y en diciembre no rindió nada: fue una crisis”. Pablo y Gisel discutieron a diario por la situación, al borde del colapso matrimonial. Sin embargo, fue Gisel quien ayudó a Mateo a aprobar matemáticas y estuvo, junto con Pablo, detrás del chico para que se sentara a estudiar. “Finalmente rindió bien cinco y pasó a tercero con tres previas”, dice el padre ahora en paz, después de la tormenta.
Para Sofía, el secreto es armarse de paciencia y estar unidos para enfrentar la adversidad. “De por sí es difícil compartir criterios en una pareja; más difícil cuando hay que ponerse de acuerdo con el otro progenitor”, dice. “Los primeros años para nosotros fueron los más complicados, con el paso del tiempo todo se fue acomodando y hoy disfrutamos de ver a Justo y Jerónimo contar uno con otro como hermanos”.
El caso de Pablo con Mateo es más delicado porque el nene, que está en la pre adolescencia, tuvo un conflicto con su mamá -razón por la cual se mudó con Pablo y Gisel- y la psicóloga diagnosticó falta de una imagen materna. Esto, sumado al asunto de las materias, pronosticó un verano dramático. Pero las desavenencias, si bien expresaron los conflictos que tensaban la atmósfera familiar, fueron una oportunidad para ajustar tuercas y mejorar “el ensamble”.
“Los cambios en sí no son negativos”, sostiene la licenciada Mirta Petrollini, “depende cómo cada adulto pueda tolerar las diferencias, la construcción de nuevas pautas y su flexibilización; porque si bien hay más personas involucradas, estas no necesariamente son fuente de conflicto: lo importante es cómo el adulto tramitó la separación, y la aceptación de la nueva relación, incluyendo un tiempo donde se les afirma a los hijos que la separación se refiere a los adultos, no a ellos”, concluye.
La importancia de un buen nombre
El hecho de que el lenguaje crea realidad es prácticamente un dato científico. Las palabras con que designamos el mundo tienen un fuerte efecto simbólico en nuestra manera de percibirlo. Así que detenerse a observar ese mecanismo no sólo nos salva de prejuicios propios y ajenos, sino también del factor “peligro” que conlleva naturalizar una construcción que es arbitraria.
Las familias que se corren de lo tradicional, también se corren de las etiquetas. Desprovistas de una jurisprudencia, quedaban sumidas en el limbo legal. Hoy, la denominación “familia ensamblada”, (que reemplaza a la antes llamada rearmada-reconstituida-recompuesta), les ha conferido visibilidad social. Y eso es importante porque localiza problemáticas y características propias para abordarla desde sus especificidades legales y sociales.
Lo mismo se hizo con otras denominaciones del caso: ya no es el “padrastro” o la “madrastra”. La renovación lingüística abandona esas ensombrecidas etiquetas por “padre afín y madre afín”, según el nuevo Código Civil.
Otra oportunidad
El éxito al formar una nueva familia depende mucho de que sus integrantes hayan hecho una buena separación, madura y adulta, de sus relaciones anteriores. Después de una separación, parece impensable la idea de reconstruir la vida amorosa. Pese a ello, muchas veces el deseo le gana a la duda y, más allá del miedo a reincidir que provoca una nueva unión, las promesas de amor no pasan de moda.
“Los temores están siempre: involucrar a tu hijo en una relación sin garantías de que sea duradera, por más que en ese momento una crea que es para siempre, existe el miedo a que se encariñe con esa persona y luego sufra la ruptura”, confiesa Sofía. Pero asegura que lo vivió con naturalidad porque desde el principio vio que ella y Alejandro querían cosas parecidas para sus vidas. “Yo tenía ganas de estar con una persona en la misma sintonía y por eso los temores se esfumaron con el correr del tiempo”, asegura.
Para Pablo las cosas se dieron de otro modo. Tanto él como Gisel se cansaron de toparse con la gente equivocada. “Sufrí con mis parejas; Gisel, por el contrario, decía que ‘no se fumaba bobos’, así que era de relaciones cortas”, cuenta. Lo cierto es que lentamente las cosas se fueron dando y decidieron tener un hijo juntos. “Para mí, como padre abuelo, lo digo por mi edad, es una experiencia hermosa este bebé. Mi último hijito. Cuando mis hijos grandes eran bebés yo tenía dos trabajos, andaba a las corridas, tenía la carrera. Siento que ahora lo disfruto muchísimo”.
Sofía cuenta que su hija más chica vive con total naturalidad el ensamble familiar: “Nació y la familia ya estaba así constituida, quizá lo que más sufre es cuando uno de sus hermanos no está, porque lo extraña”, dice. Y cuenta que la nena tiene una relación de amor y conflicto a la vez, porque se llevan muchos años, por un lado, y porque son varones, por el otro. “Ella a veces sueña con haber tenido una hermana mujer”, cierra Sofía.
“En el desarrollo de la personalidad de un niño las palabras de sus padres y los seres que los rodean son importantes, producen una marca. Al igual que producen marca el colegio al que asisten, el club, etc”, dice la licenciada Petrollini. “En la construcción de estos vínculos hay celos, ternura, hostilidad, amor. Es de estas relaciones que surgen los ideales y las prohibiciones que brindan la identidad de un niño que más tarde encontrará su propio rasgo”, remata.
Petrollini da cuatro consejos fundamentales para padres:
1) Respetar el tiempo de adaptación de cada niño en la construcción de los vínculos; 2) respetar las pautas de convivencia consensuadas en la nueva pareja y, si es posible, con la anterior; 3) equilibrar tiempo familiar e individual, especialmente tiempo para procesar los cambios; y 4) intentar mantener las diferencias económicas en el nivel de los adultos. “De este modo se van construyendo las bases para que un niño pueda crecer y aceptar diferencias”, explica. Fue Donald Winnicott (1896-1971), pediatra y psicoanalista inglés, quien dijo: «El lugar en que vivimos: en mi propio hogar, que es mi castillo me hallo en el séptimo cielo». Cuánta razón tenía.