Opinión de: Mirta Petrollini – Publicado en: La Nación
Ante las dudas de los adultos, los expertos señalan la importancia de que los chicos aprendan a enfrentar situaciones en las que las cosas no salen bien; también aconsejan que los padres distingan entre el reconocimiento y el festejo excesivo.
«Cuando tu hijo comienza a contar chistes, el primero se lo festejás. También el segundo y muchos más. Ahora, llega un momento en que el chiste es siempre el mismo, porque si bien cambia alguna palabra la estructura es la misma, y entonces le tenés que decir que ya no es gracioso, que ya está», afirma Claudio Weissfeld, de 43 años, papá de Francina, de 8.
Pasa con los chistes, sí, pero también con una larga lista de acciones -desde la primera palabra hasta la primera vez que patean una pelota-. Cuando el hijo las hace por primera vez despierta el festejo de sus padres, pero después llega un momento en que «ya está», ya no hay nada nuevo que festejar aunque el purrete mire a su padre esperando la felicitación en todos y cada uno de los pelotazos. Llegado el momento, es bueno dejar de sobreactuar e introducir cierta cuota de necesaria frustración -no todo lo que hagas de aquí en más en tu vida ha de ser festejado-. Aunque cueste está bien, es algo que ayuda a crecer.
«¿Hasta cuándo te va a emocionar que tu hijo camine o que diga «mamá»?», plantea el psicólogo Miguel Espeche, para luego introducir la respuesta: «A medida que un chico crece se van valorando otras cosas, mientras que aquellas que antes nos emocionaban ya no lo hacen tanto. Es un proceso normal».
El problema, en todo caso, es la sobreactuación. Ese esfuerzo desmedido por reforzar el valor de cada acción o de cada dicho, que en vez de destacar el esfuerzo que se encuentra detrás tiene, muchas veces, el efecto contrario: el de ridiculizarlo. ¿O es que a algún chico del planeta no le genera vergüenza que un mayor -padre, madre, tío, abuela- lo felicite delante de sus compañeros por haber aprendido a atarse los cordones? Esas extemporáneas felicitaciones son un clásico de las reuniones familiares, en las que aquel pariente que carece de un trato cotidiano con el niño lo felicita por aquello que aprendió hace meses.
Pero el problema – de nuevo- es cuando la sobreactuación tiene lugar en el círculo íntimo del chico. «Muchos padres sobreactúan eso de festejar, y sale poco genuino -confirma Espeche-. Celebrar lo luminoso de los chicos no debe ser como aquello de regar y regar la planta hasta ahogarla. Por eso, los padres y los allegados festejan… hasta que se cansan. Cuando uno siente que lo que el chico hace ya no impresiona tanto no debe sentir culpa».
Dejar de festejar lo que ya no merece festejo suele ser más fácil que, ante la demanda del chico que reclama que se lo felicite, decirle que lo que ha hecho/dicho no merece aplauso alguno. Muchos ceden ante esa mirada que busca un reconocimiento; otros prefieren enfrentar a los chicos con la realidad (el chiste que han hecho no es gracioso, la voltereta que han hecho en la pileta es la misma por la que reclamaba reconocimiento un año atrás, etcétera), en un intento de ir dosificando cierta cuota de frustración que les permita a ellos mismos superarse. Y, mejor aún, que les permite desarrollar un criterio propio a partir del cual medir sus avances, sus esfuerzos, sus logros.
«La frustración es un producto del choque entre la expectativa y la realidad externa. Es lo que surge del reconocer que uno no es Dios, y que tener un deseo no es sinónimo de tener un logro que lo consume. Evitar la frustración de los hijos a toda costa genera una frustración mayor en los chicos: la de no saber ‘bancarse la mala'», explica Espeche, pero agrega que tampoco se trata de generar frustraciones de manera artificial, con la idea de fortalecer con rigor a los hijos. «Eso tampoco funciona», advierte.
No siempre se gana
«Vivimos en una calle tranquila, y cuando volvíamos caminando con Alejo jugábamos una carrera desde la esquina hasta casa -cuenta Ricardo Quesada, de 41 años, papá de Alejo, de 8, y de Inés, de 12-. Al principio siempre lo dejaba ganar. Pero cuando tenía ya 4 o 5 años empecé a acercarme en las carreras: casi que le ganaba, aunque al final ganaba él. Después íbamos parejos, hasta que al final el pique lo ganaba yo. En algún momento tenía que darse cuenta de que no todo es tan fácil. No se le puede dejar ganar siempre, no lo ayuda».
Lidiar con la necesaria frustración de que uno no es perfecto ni el mejor de todos en todo lo que hace es fundamental para el desarrollo. Fundamental también para poder ver en los demás habilidades no propias que despierten en el niño no envidia sino deseo: el interés por desarrollarlas y el necesario esfuerzo para lograrlo. El crecimiento del chico, su camino hacia la independencia, es posible en tanto el adulto va corriéndose progresivamente del lugar de ser el encargado exclusivo y excluyente del refuerzo positivo de sus acciones.
«El chico va creciendo saludablemente y armando su aparato psíquico en función de la respuesta que va teniendo de sus padres ante cada conducta -comienza diciendo la psicoanalista especializada en niños y adolescentes Nora Koremblit de Vinacur-. Uno va valorizando las cosas que hace para ayudarlo a crecer y a que tenga confianza en sí mismo, que sea un chico capaz y seguro de sus propias potencialidades. Pero en algún momento hay que empezar a irse corriendo de ese lugar, de que el 100% de las gratificaciones vengan de los padres para que el chico gane autonomía»,
Parte de este proceso, señala, incluye administrar ciertas dosis de frustración: «Decirle que algo que ha hecho mal está mal es parte de ser buen padre o madre. Es darle sentido común, un criterio de realidad, todo lo que en definitiva ayuda a crecer al niño».
Mirta Petrollini, psicoterapeuta de la Institución Fernando Ulloa, introduce otra forma de frustración igualmente necesaria para el desarrollo de los chicos: la espera. «Es frecuente que al referirnos a la educación de nuestros hijos nos preguntemos por lo adecuado de enfatizarles los logros y, cómo y cuándo celebrarlos -introduce-. Elogiamos la primera sonrisa, los gorjeos, la primera vez que nos extiende su mano, así lo vamos conociendo y él también a nosotros. Estos momentos van acompañados de palabras, tonos, miradas y de ciertas expresiones del cuerpo que van fijando recuerdos y un modo particular en que cada familia celebra logros, crecimiento y decepciones».
«Pero así como es beneficioso celebrar también debe incluirse la dimensión de la espera, del esfuerzo y del error que el crecimiento conlleva -completa-. Tan necesario para el desarrollo de un niño es que estén atentos a ellos y se lo hagan saber como introducir la espera a que su mamadera se está preparando, que es el momento de ir a dormir o, si se le cayó un juguete y este está cerca, animarlo a que lo tome. Esta rutina que se va construyendo le permitirá al comenzar la escolaridad aceptar, por ejemplo, los tiempos de sentarse, escuchar un cuento, poder ir al patio, compartir juguetes».
Los elogios automáticos, inmediatos, extemporáneos e innecesarios no sólo ponen obstáculos a la capacidad del niño de ir aprendiendo a valerse por sí mismo, sino que también lo vuelven inconvivible, difícil de integrar, insoportable. Por el contrario, afirma Petrollini, «si el apoyo recibido fue en relación con las cualidades, el esfuerzo y la perseverancia, se podrá luego soportar con menos dolor las críticas y las dificultades que el crecimiento conlleva».
Si no hay esfuerzo, si no hay nuevos conocimientos o destrezas adquiridos, si no hay dificultades superadas, ¿qué es lo que hay que festejar? «Veo en ciertos círculos una necesidad de tener a los chicos entre algodones, de que no les pase nada, de que no se frustren para no angustiarse. Como cuando el chico se saca un 7 y van los padres a reclamarle al maestro que tendría que haberle puesto un 9. Si la nota le parece injusta es el chico el que debe pelearla -opina Ricardo Quesada-. A mí me parece que es necesaria cierta cuota de frustración en los chicos, ya que en la vida adulta van a enfrentar miles de situaciones en las que las cosas no les van a salir como quieren y tienen que estar preparados para lidiar con eso, para tratar de superarse o para buscar alternativas».